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Gregorio Luri: «Los gobernantes deberían ver que su capacidad para entrar en las aulas es mucho más pequeña de lo que creen»

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  • El autor de ‘La escuela no es un parque de atracciones’ cree que «el gran drama de la educación es el desprecio por la memoria, que implica un abandono de la vida interior» frente a la hegemonía de lo útil.
  • Luri advierte sobre «la pérdida de peso específico de la escuela en la formación del niño», llama a preocuparse por la educación de la atención y reclama que las leyes educativas garanticen verdadera competencia matemática, riqueza de lenguaje y una alta cultura general para todos

Empezamos hablando con Gregorio Luri de lo incómodo que es el silencio hoy en día; de cómo los seres humanos nos refugiamos en el ruido; de la dificultad para pararnos a contemplar lo bello y deleitarnos… Y enlazamos eso con la escuela, con la educación de los niños y con su libro La escuela no es un parque de atracciones. Una defensa del conocimiento poderoso (Ariel), que salió a la venta el 10 de marzo, en pleno estallido del coronavirus. Cuando entrevistamos a Luri unos días antes, sentados en un acogedor saloncito de la librería Amapolas en Octubre de Madrid, el Covid-19 era todavía una lejana enfermedad china. Aquel paseo previo por el centro de la capital se antoja ciencia-ficción en estos días de clausura hogareña. Pero las reflexiones del pedagogo superan la barrera de la inquietante actualidad porque apuntan, precisamente, a las permanencias del ser humano, a lo que no va a cambiar. Qué mejor en estos días de inmovilidad que pensar en lo que nos espera a la vuelta.

'La escuela no es un parque de atracciones' (Ariel) es el último libro de Gregorio Luri.

‘La escuela no es un parque de atracciones’ (Ariel) es el último libro de Gregorio Luri.

Pregunta.– Vamos corriendo a todo. Tenemos una sociedad ansiosa que ha hecho a la escuela ansiosa. La escuela también corre, y además tiene que entretener para que los niños no se aburran. Le creamos problemas y le exigimos soluciones. ¿Qué nos pasa?

Respuesta.– Es el precio que estamos pagando por lo que yo llamo la “novolatría”, que es la carrera permanente detrás del viento de lo nuevo. Eso nos mete en una especie de vórtice en el que nos da pánico estar anticuado. Por eso yo reivindico que no pasa nada por ser un poco inactual o tener facetas de tu vida inactuales. Y por eso creo que el principal reto educativo de hoy es la educación de la atención. Tengo cada vez más claro que la atención es el nuevo cociente intelectual.

Se dice que vivimos en la sociedad de la información; vivimos rodeados de datos, pero para transformar toda esa información en conocimiento necesitas alguna operación tuya. No se trata de ir cazando datos al vuelo, sino de tener una autonomía que te permita discriminar entre lo que tienes alrededor. Y para eso necesitas serenidad.

P.– La serenidad se considera aburrimiento.
R.– Y nos da pánico el aburrimiento.

P.– El aburrimiento se ha convertido en un enemigo de la escuela también.
R.– La escuela vive continuamente en una tensión porque todos los aprendizajes tienen que ser competenciales, tienen que tener una utilidad. ¿Por qué?

P.– Parece que la sociedad tiene miedo a que algo no sea útil, o que la propia escuela no sea útil…
R.– Claro. Pero ¿cuál es la utilidad de contemplar a Velázquez?, ¿o de escuchar un soneto?, ¿cuál es la utilidad de un teorema matemático? ¿Acaso no es belleza pura? ¿Cuál es la utilidad de coger un atlas e imaginarte que eres un navegante que va de país en país? Reducir el ser humano y el aprendizaje a lo útil es reducir la vida a una especie de tecnología. …Me sorprende mucho que la escuela cristiana se haya rendido a este discurso cuando parece que debería ser la primera en resistirlo… A ver, lo útil es importante. Si yo quiero ir a un dentista, me interesa que sea bueno. Y si quiero un coche, quiero que sea bueno. Ahora bien, no quiero ver a mis hijos desde un punto de vista utilitario.

P.– ¿La enseñanza de lo útil está expulsando la admiración de lo bello?
R.– Estamos rendidos a una pedagogía de la experiencia, sin tener muy claro qué quiere decir. Una escuela tiene que orientar todo lo que hace a una determinada visión del hombre. Cuando esa visión del hombre es sólo lo que es capaz de hacer, entonces está reduciendo las posibilidades educativas. Lo que es vitalmente necesario no coincide con lo existencialmente necesario, como charlar tranquilamente con un amigo o que tu mujer te dé la mano mientras ves una película. La educación exige la atención a lo existencialmente necesario. El cuerpo ya se encarga de recordarnos lo vitalmente necesario, pero lo otro exige modelos, educación de la atención y educación del apetito. El apetito por el segundo concierto de piano de Shostakovich no está en ninguna parte de tu cuerpo; requiere una educación de la sensibilidad. Si has pasado por la vida sin ser capaz de apreciar montones de pequeños placeres que expanden tu espíritu… qué es la vida sin eso.

P.– ¿Y cómo valora usted que estemos hablando todo el día del cambio en educación y de la transformación educativa?
R.– La escuela se ha entregado al argumento de “si no cambiamos, nuestros alumnos van a estar incapacitados para entender el presente”. Eso es absurdo porque las grandes competencias que se van a necesitar en el futuro son las mismas que se necesitaban en Ur de Caldea en el año catapún.

P.– ¿Cuáles?
R.– La capacidad de aislarte de las influencias del entorno y de pensar por ti mismo para buscar una respuesta coherente.
– La capacidad para empalabrar el mundo, dar palabras a lo que te rodea. La capacidad para hablar con los demás y llegar a un acuerdo.
– La capacidad para construir zigurats porque eso necesitaba un trabajo en equipo y un respeto por el conocimiento del que sabe y una responsabilidad por el trabajo bien hecho.
– El orgullo por la satisfacción de lo que has hecho. La valoración de que en el ser humano hay algo que es más noble que otras cosas y que mi vida se juega en la orientación hacia lo noble.

P.– Hablaba de la «pedagogía de la experiencia»… y parece que la idea de «experiencia» va asociada a lo intenso, lo excitante, lo divertido; no a las experiencias calmadas y reflexivas. ¿Tiene que ver con esto su último libro?
R.– Siendo cierto lo que dices, el libro tiene más que ver con otra cosa a la que yo le doy más importancia: el desprecio de la memoria. Eso lleva aparejado el desprecio de los codos como tu capacidad personal para enfrentarte en solitario a un problema, esforzarte, cabrearte porque no te sale y alegrarte cuando te ha salido. Encontrar una solución a un problema intelectual es una de las grandes fuentes de gozo de la vida. Y para eso tienes que enfrentarte con él. La memoria es el residuo que deja la experiencia al pasar. Por lo tanto, para que una experiencia sea verdaderamente educativa debe dejar un verdadero residuo. No puede valorarse una experiencia educativa por lo que estamos haciendo, sino por el residuo que deja. Por lo menos debería dejar el residuo de una palabra nueva, una riqueza de vocabulario. Y otra cosa importante sobre la memoria es que sin memoria no hay vida interior. Para mí el gran drama de la escuela es el desprecio de la memoria, y eso implica un abandono de la vida interior. Cuando en algún sitio me han dicho que trabajan con métodos no memorísticos, yo pregunto “¿y dónde guardan lo que aprenden tus alumnos?”

P.– ¿Se refiere también a la memoria de la Humanidad también?
R.– En tres sentidos como mínimo:
– Primero, la memoria de tus propias experiencias, que es lo que te permite construirte una biografía: necesitamos unas experiencias que nos permitan sentir orgullo y no vergüenza de nosotros mismos.
– Segundo: hay un legado universal de la Humanidad que necesitamos conocer. Las grandes experiencias del ser humano vienen de la mano de esas grandes figuras, por ejemplo literarias. Qué mejor educación emocional que leer a Dostoyevski. Pero cómo vas a dar educación emocional si no eres capaz de dar palabras claras y precisas a lo que ocurre dentro de ti; y cómo lo vas a hacer si no tienes ese conocimiento de que lo que le ocurre a otro coincide con lo que te ocurre a ti y que las palabras de otro expresan lo que te ocurre a ti.
– Y tercero, la memoria lingüística. Allí donde se acaban nuestras palabras acaba nuestro mundo, como decía Wittgenstein. Me horroriza oír que el profesor tiene que ser un mero acompañante. El maestro tiene que intervenir muchísimo, hablar muchísimo, y hablar muy bien. Y continuamente, sobre todo con los pequeños. Cuanto más complejo sea el lenguaje con los pequeños, mejor; y cuantas más poesías y canciones aprendan, mejor.

Para mí, el fenómeno más relevante de la escuela es la pérdida de peso específico de la propia escuela en la formación del niño. Los padres, hoy, saben que la trayectoria educativa de los niños la tienen que marcar ellos; al menos los padres “con posibles”. Todos completan la escuela, o con academias de inglés, o viajes, o tecnología… Cada vez más se acude al mercado para encontrar lo que no se encuentra en la escuela. Eso es muy raro, ¿no? Entonces no podemos hablar de escuela pública.

P.– Y, sin embargo, también hay muchos padres que delegan toda la responsabilidad sobre el aprendizaje, incluidos los valores, en la escuela. Y la escuela va intentando dar respuesta a las demandas de los padres.
R.– Hace poco leí algo inquietante en un informe de Reino Unido: un 14% de familias inglesas considera que la escuela tiene la obligación de enseñar a hablar a los niños. Hay padres que cada vez están dimitiendo más de lo que sería su responsabilidad y delegándolo a la escuela. Por un lado la escuela está asumiendo una claudicación de las familias y, por otro, no está respondiendo satisfactoriamente a lo que otras familias consideran que debería ofrecer. Para mí, es el fenómeno más característico de la escuela en el presente y nadie discute de eso.

P.– ¿Y todo esto no denota una visión clientelar de la educación?
R.– Yo creo que tiene que ver con la inseguridad de los padres respecto al futuro. Pero lo cierto es que la autoridad de la escuela como institución que educa se está reduciendo.

EDUCACIÓN, ESTADO Y LEYES

P.– ¿Y qué opina de esa dialéctica que sitúa la educación de los hijos en la familia o en el Estado como términos antagónicos?
R.– En educación la discusión no suele coincidir con el lugar en el que se está o con los problemas que realmente se tiene. El problema real es que estamos diciendo que las escuelas tienen que ser cada vez más autónomas porque los gobiernos tienen cada vez menos capacidad para generar consensos. Pero si das autonomía a las escuelas y no das libertad de elección, estás trampeando todo. Si en un barrio tienes tres escuelas distintas y tú no puedes elegir cuál te gusta más, ¿para qué te sirve la autonomía escolar?

Dicho esto, la escuela debería educar en el respeto a todas las opciones sin que por ello haya que dejar de criticar y discutir lo que creas que hay que criticar y discutir. Respetemos en la escuela todo aquello que en la sociedad es legal. Dado que vivimos en una sociedad que ha hecho del pluralismo un valor constitucional supremo, la Educación Cívica debería fomentar la capacidad de diálogo con quien es contrario a mí sin que sea necesario demonizarlo. La otra opción es entrar en un mecanismo ideológico en el cual las respuestas posibles ya están establecidas a priori ideológicamente. Eso es lo que a mí me parece terrible. Si todo aquello que se puede discutir sólo tiene unas conclusiones posibles, estás tergiversando la esencia de la escuela pública. Ahí veo yo algunas tentaciones de recuperar la formación del espíritu nacional.

P.– Una cosa es respetar y otra proteger o favorecer. ¿Debe el Estado financiar esa pluralidad? ¿Debe proteger una pluralidad de opciones que el partido en el Gobierno no comparta?
R.– El premio del que estoy más orgulloso es el que me dio la plataforma Mejora tu Escuela Pública en 2017. Si se quiere de verdad acabar con la diferencia entre escuelas públicas y privadas o concertadas, mejoremos al máximo la escuela pública de tal manera que la diferencia en los resultados finales no sea relevante. A mi modo de ver, más que obsesionarnos por controlar la escuela concertada, debiéramos esforzarnos por mejorar la pública. Se trata de construir un sistema en el que la opción no tenga que ver con los resultados. Pero en esto es más fácil dedicarse a polemizar. Como somos un país que no tiene conciencia liberal, no acabamos de entender que la sociedad civil pueda articular respuestas que, siendo legítimas, pueden no gustarnos. Pero tu papel como Gobierno ¿cuál es? ¿Ser representante de lo que hay en la sociedad civil?, ¿o ser un educador moral de la sociedad civil? A mí esto segundo me preocupa. ¿Por qué un gobierno representativo no debe apoyar iniciativas educativas sociales que no plantean nada ilegal? Veo con más reticencias la posibilidad de subvencionar escuelas que repartan beneficios; si eso pasa, no me parece bien.

P.– ¿No nos falta sosiego a la hora de hablar de educación? ¿Le parece que en España la educación se legisla a golpe de impulso, como respuesta a lo contrario?
R.– Yo no creo que ningún Gobierno ni ningún ministro de Educación no quiera lo mejor para la sociedad y para los jóvenes. Pero también creo que lo mejor en una sociedad democrática no es imponer mi criterio, sino el consenso. Eso, si queremos una estabilidad educativa. Lo que pasa es que en España nadie ha estado realmente interesado en un consenso educativo. Cuando ha habido posibilidades de crearlo, dependía de las expectativas electorales: el que sospechaba que iba a ganar no quería estar en el consenso. Y luego hay otra realidad: en democracia la educación española se ha regido siempre por leyes socialdemócratas. Hemos tenido una ideología socialdemócrata detrás de nuestro sistema educativo. Por lo tanto, si las cosas fueran bien, deberíamos ponerles una medalla. Pero si tenemos un 25% de fracaso escolar, no debería serte indiferente a la hora de enjuiciar tus propios criterios: algo estaremos haciendo mal.

P.– Tampoco ha habido nunca un debate de altura sobre lo contrario a una educación socialdemócrata.
R.–
En absoluto. No parece que haya ideas claras sobre cuál podría ser la alternativa. Y si existe, yo no la veo. Ahora bien, para entender bien lo que son las leyes educativas hay que pensar una cosa: ¿cómo puede ser que el conjunto de leyes que se han sucedido no haya contribuido a empeorar a los alumnos de Castilla y León, ni haya contribuido a mejorar los resultados de Extremadura? Parece que el influjo real de las leyes educativas sobre las prácticas educativas fuese nulo. ¿Para qué gastamos tantas energías entonces? Tal vez los gobernantes deberían ver que su capacidad para entrar en las aulas es mucho más pequeña de lo que creen. La realidad es muy compleja y simplificarla no trae más que problemas.

P.– ¿Por eso la educación moral trae problemas?
R.– Cuando una escuela da unos contenidos ideológicos que son contrarios a las convicciones de un grupo de padres, es la escuela la que pierde legitimidad delante de ese grupo de padres. Eso que decía la ministra de que, mientras ella sea ministra, se educará a todos los niños en amar como se quiera y en crear las familias como se quiera, eso queda muy bien, pero llevado a la práctica crea tensiones.

P.– Y en todo esto, ¿en qué lugar quedan los padres? Lo pregunto en relación con la pasada polémica del pin parental. ¿Legitimamos la sospecha de los padres? ¿O seguimos pidiendo que confíen en su escuela y en la Administración?
R.– El pin parental es un fenómeno nuevo que a mí me chirría mucho, pero ¿sabes lo que me asusta? Que cuando unos padres necesitan recurrir a eso es porque, por primera vez, hay una escuela que se dice pública que le dice a determinadas familias “somos pública, pero ideológicamente vosotros no tenéis cabida aquí”. Es así como lo están sintiendo muchos padres.

P.– ¿“Somos pública y excluyente”, quiere decir…?
R.– Exactamente. Estamos a favor de la escuela inclusiva, pero no somos capaces de incluir a las familias que, insisto, no están defendiendo nada que sea ilegal. En vez de tantos aspavientos, vamos a pensar despacio las cosas y vamos a pensar que todos los padres son ciudadanos de pleno derecho. [guarda silencio]Creo que el pin parental es un fracaso colectivo, un fracaso de la sociedad para crear una escuela realmente pública. Y parece que va a ir a más, por desgracia. Y si dices que la solución es penalizar a las comunidades que lo hacen, estás recurriendo a medidas de fuerza contra ideologías… Decimos que no hay que judicializar la política, ¿y vamos a judicializar la educación?

P.– Se ha generado un debate público sobre educación en formato soufllé. Por ejemplo, el pin parental fue la bomba durante un par de semanas y en un par de días se desinfló.
R.– Sí. Y no te dejan reposar las cosas. Igual ocurrió con PISA también. …Eso del soufflé también ocurre en la propia escuela, que acoge con mucha facilidad todo aquello que suena bonito. ¿Quién no va a querer pensamiento crítico, aprender a aprender, personalización del aprendizaje…? Ahora se ha puesto de moda que cada uno aprende de manera diferente. Pero tenemos mucho más en común a la hora de aprender que diferencias. Parece que todo aquello que es común al género humano ha perdido glamour. Y en todos los ámbitos se destaca la diferencia, buscamos la diferencia. Somos una especie de ejército en el que vamos desfilando todos con el mismo uniforme cantando “viva mi diferencia”. Todos hacemos lo mismo.

P.– ¿En algún momento ha percibido usted un debate político serio por algún aspecto de la educación?
R.– No. En política no. Pero sí hay muchas escuelas que se preguntan honestamente cuál es su posición, cuál es su trayectoria y hacia dónde van. Creo que en el Parlamento debería haber una Comisión de Educación con la máxima voluntad de consenso y que profundice en todas estas cosas de manera serena. Y el Consejo Escolar del Estado debería ser una entidad capaz de reflexionar sobre todo esto y presentar estudios y reflexiones tanto al Parlamento como al Gobierno. Por otra parte, todas esas instituciones, fundaciones y organizaciones transversales que tenemos en educación parecen más interesadas en expandir métodos innovadores que en reflexionar sobre las permanencias educativas.

P.– Tuvo mucho eco aquella afirmación suya en una entrevista diciendo que el sistema debía garantizar que todo alumno salga de la ESO sabiendo leer y escribir.
R.– Porque mucho hablar de pensamiento crítico, y uno de cada cuatro niños que termina la escolarización obligatoria incapaz de entender un texto complejo. ¿Qué pensamiento crítico va a tener? Primero garantízame que todos saben leer y escribir, que tus alumnos manejan un vocabulario complejo, y luego hablemos de pensamiento crítico y de todo lo demás.

P.– ¿En qué debería incidir una ley básica de educación, qué debe asegurarse de regular?
R.– Si el calendario tuviera que marcarlo yo, diría que primero vamos a escuchar qué es lo que quienes realmente trabajan en esto piensan honestamente de su trabajo: qué dificultades encuentran, qué recursos necesitan, que posibilidades. No sabemos bien lo que ocurre cuando el maestro cierra la puerta de su aula. Y no se trata de fiscalizar, sino de aprender. La primera necesidad de quien aspira a legislar con un poco de continuidad es conocer la realidad.

Por ejemplo, me pregunto por qué cada vez más nos encontramos con maestros que ven las matemáticas con una inseguridad enorme. Eso quiere decir que socialmente tenemos un problema con las matemáticas. La adquisición de una cultura matemática de verdad debería ser uno de los principales objetivos de una ley educativa. Sin ella no podemos hablar de una educación STEM.

La adquisición de un lenguaje que permita una fluida expresión y comprensión lingüística debiera ser otra preocupación prioritaria. No se lo he oído decir a nadie mejor que como lo decía mi madre: “Hijo mío, estudia para que puedas presentarte en cualquier sitio”. Mi madre no me decía que me situara por encima del pobre, sino que supiera situarme al nivel de cualquier persona. Eso es una persona educada.

Así que Matemáticas, Lenguaje… y hay otro elemento cada vez más relevante: la creación de una cultura general, que es lo que permite entendernos unos con otros y todos con el especialista. Y en una sociedad en la que cada vez hay más especialistas de todo tipo, más necesaria es una cultura general porque será la koiné, el lenguaje común. Y esa cultura común no puede ser baja, sino lo más alta posible porque, si no, asistimos a la formación de una élite cognitiva y una aristocracia del conocimiento que supone un riesgo grave para la democracia. No hay posibilidad de desarrollo democrático sin un estímulo serio de la cultura general.

Si una ley potenciase eso –matemáticas, lenguaje y cultura general–, me daría por más que satisfecho.

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