Daniel Pennac ahonda en la mente del mal estudiante y en el trabajo del docente que logra sacarlo a flote. Lo hace desde su experiencia personal como el alumno fracasado que fue y como el profesor de instituto que rescató a muchos chavales
(Esta información fue publicada en Actualidad Docente en 2017,
pero por su interés la reproducimos en la nueva etapa de la revista)
Los exalumnos de Daniel Pennac (Casablanca, 1944) siguen saludándolo con entusiasmo por las calles de París, pese a los años que han pasado desde que fue su profesor. Él no presume de ello, aunque lo disfruta. Sin embargo se siente invadido por un regusto agridulce cuando reflexiona sobre su labor como docente: no le colma una completa satisfacción porque, como relata en Mal de escuela, su propio fantasma –el que surge de las profundidades de su vivencia como “fracaso” escolar– le recuerda incansablemente que no pudo rescatar a todos los alumnos sin rumbo que pasaron por sus clases.
Novelista reputado y antiguo profesor de instituto, Daniel Pennac reconoce que ha alcanzado su realización profesional gracias al empeño de un puñado de profesores durante su etapa escolar: los que le rescataron a él. Antes, todo había sido oscuridad.
En la primaria, un terrible espesor mental le impedía comprender las enseñanzas de los maestros. Durante su adolescencia, el lastre del conjunto de nudos sin deshacer le generó un sentimiento de frustración constante que canalizaba en hacer una gamberrada tras otra. A esas alturas, las etiquetas ya estaban perfectamente asignadas tanto por el colegio como por sus padres: “era un desastre” y lo era porque, “sí, quizá no era muy listo”, pero estaba claro “que no se esforzaba lo suficiente”.
Sus malos resultados académicos y su actitud indicaban que difícilmente superaría el bachillerato, y menos que lograría cursar con éxito unos estudios superiores. ¿Qué futuro podía esperar?
Mal de escuela comienza relatando, a modo de tragicomedia, el caos interior que vivía el joven Pennac. Pero pronto anuncia que tuvo salvadores con nombres y apellidos: cuatro profesores apasionados que no dudaron en zambullirse en su anudado y frustrado intelecto para sacarle de ahí. El proceso de esa “salvación” particular, junto a la que él intentaba desempeñar diariamente con sus propios alumnos (Pennac regresó a las aulas de un instituto de alumnos conflictivos tras doctorarse en Filología Francesa), da lugar a la presente obra, que ha reeditado Debolsillo recientemente, y que además de ser un éxito de ventas se ha convertido en una lectura imprescindible para conocer y reflexionar sobre el valor de la enseñanza.
La diferencia entre un tratado pedagógico y Mal de escuela es que no propone teorías sobre cómo debería educarse a un alumno conflictivo, sino que parte de la pura experiencia y no pretende nada más que compartir las anécdotas y reflexiones del autor.
Como él mismo cuenta, no es “un libro sobre la escuela, su papel social, su fines, la escuela de ayer o la de mañana”, sino un libro “sobre el zoquete, sobre el dolor de no comprender y sus daños colaterales”.
Las capas de una cebolla
Pennac nos invita a volver a las aulas con su talento narrativo y lo consigue desde la primera página. Con motivo de la publicación del libro, en 2008, Pennac expresaba con exactitud en una entrevista la injusticia de etiquetar a los alumnos que suspenden una vez tras otra: «¿Sabe?, un cancre [mal estudiante en francés] no es un gandul, aunque puede serlo a consecuencia de su nulidad, de su incapacidad para comprender. Es alguien que no puede jactarse de lo que es ―un gamberro sí puede creerse autorizado a hacerlo― porque sufre o ha sufrido de ello. Como un asmático que nunca se vanagloriará de sus problemas respiratorios, el cancre tampoco lo hará de sus problemas de respiración intelectual». (El País, 2008)
Una sorprendente humanidad vestida de humor y sentido común llena las páginas de este libro con el objetivo de mostrar que, detrás de los suspensos y el mal comportamiento de un alumno, se esconden adolescentes en peligro que son incapaces de ver más allá de su fracaso y de afrontar la materia diaria de las clases.
El profesor que es capaz de repescarlos, cuenta el autor, es aquel que se zambulle en su incapacidad, que “no pierde el tiempo en sermonearles” o intentando averiguar cómo empezó todo, sino en intentar quitarles todas las capas que les impiden involucrarse en el “presente indicativo de la clase”.
Pennac se refiere a esas capas que, como si fueran las de una cebolla, recubren al adolescente en peligro: son todas las pesadumbres, los deseos insatisfechos, los miedos, la rabia, la sensación de vivir en un presente amenazador y tener un futuro condenado, cargando además con la familia a cuestas.
“La clase sólo puede empezar cuando dejan el fardo en el suelo y la cebolla ha sido pelada. Es difícil de explicar, pero a menudo sólo basta una mirada, una palabra amable, una frase de adulto confiado, claro y estable, para disolver esos pesares, aliviar esos espíritus, instalarlos en un presente rigurosamente indicativo”. Para Pennac el valor de la enseñanza se pone en juego en el ejercicio diario y entregado de pelar esa cebolla; únicamente mediante ese ejercicio vocacional, el “mal estudiante” podrá afirmar que salió adelante gracias a sus profesores.