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Educación en valores: la cuestión es cómo

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  • La frontera entre la enseñanza de valores cívicos y el adoctrinamiento no siempre resulta clara en la práctica. El clima de polarización no ayuda.
  • Los juristas españoles han recomendado un enfoque restrictivo en cuanto al contenido. El TEDH sobre todo hace hincapié en el cómo: objetividad y pluralismo.

FERNANDO RODRÍGUEZ BORLADO

El debate sobre adoctrinamiento en las aulas ha vuelto a los titulares, coincidiendo con la preparación del  curso 22-23, el primero bajo el paraguas de la LOMLOE. Varias comunidades autónomas han manifestado su oposición a algunos libros de texto que, según su punto de vista, transmiten una visión partidista en cuestiones de bioética, sexualidad, política o historia.

Pero este conflicto no es propio de España. Fuera de nuestras fronteras, la educación en Estados Unidos lleva un par de años envuelta en una permanente guerra cultural a cuenta de la llamada ideología woke. En Gales, varias asociaciones de padres han recurrido ante los tribunales la inclusión de una asignatura obligatoria en el currículum llamada Relaciones y Educación Sexual. Y así podríamos seguir citando países y polémicas.

Empecemos por decir lo obvio: la educación cívica o en valores siempre ha sido un tema discutido. En parte esto se puede atribuir a la politización de la enseñanza, o del debate público en general.

Ciertamente, entre los legisladores con frecuencia han faltado altitud de miras y visión a largo plazo, y han sobrado eslóganes fáciles y maniqueísmo. La caricaturización de las posturas contrarias ha sido frecuente a ambos lados del enfrentamiento. A los que recelaban de un programa o una asignatura en concreto se les ha pintado muchas veces como fanáticos religiosos y agentes antisociales, dispuestos a imponer sus convicciones sobre el sentido común, los valores compartidos o la ciencia. Del otro lado, en ocasiones se ha invocado la amenaza del adoctrinamiento o de la vulneración de los derechos de los padres ante programas que no suponían un riesgo tal.

Por todo ello, resulta necesario abordar este debate con una actitud rigurosa pero no rigorista, capaz de entender los puntos de vista contrarios sin aguar los propios, y con un enfoque amplio, que nos lleve de lo general a lo concreto.

Terreno pantanoso

En este sentido, conviene reconocer en primer lugar que la dificultad para encontrar un terreno común se debe, aparte de la mencionada politización, a la propia complejidad del asunto: las fronteras entre el adoctrinamiento y una sana educación cívica y moral son difusas y porosas. Por otro lado, los temas que suelen estar en el centro de las discordias (sexualidad, historia, sistemas políticos, religión) han sido debatidos –y rebatidos– durante siglos por grandes pensadores, y sería ingenuo pretender que su volcado en la enseñanza primaria o secundaria fuera a resultar sencillo y complaciente para todos.

Por todo ello, hay quien piensa que la mejor opción es mantener la educación en valores fuera de la escuela, y encomendarla solo a la familia. Se trata de una postura de marcado corte liberal, que considera la formación ética como parte del ámbito privado en el que la entrada de los poderes públicos estaría vedada. Para defenderla, frecuentemente se invocan los derechos de los padres, que son –como reconocen las principales cartas de derechos internacionales y muchas constituciones nacionales– los principales y últimos responsables en la formación de sus hijos.

No obstante, esto no implica necesariamente que ninguna otra instancia pueda cooperar formalmente en esta educación. De lo contrario, se estaría consagrando una especie de “absolutismo” familiar que impediría, por ejemplo, imputar a los padres una posible negligencia en este campo, similar a la que podría ocurrir en el ámbito sanitario.

En sentido positivo, se podría decir que los poderes públicos tienen el derecho y el deber de procurar una cierta moral de Estado, como parte de su labor tutelar sobre la ciudadanía; especialmente sobre un colectivo más necesitado de protección, como son los menores.

El problema es que no es fácil delimitar ni los contenidos ni el enfoque más adecuado en esta tarea de la formación en valores dentro de la escuela. En parte, precisamente porque los educandos son menores, y por tanto existe una relación asimétrica entre ellos y los educadores; algo que fácilmente puede degenerar en conductas de abuso de poder.

Pleno desarrollo de la personalidad

En cuanto a los contenidos –es decir, el qué enseñar–, la Constitución española señala que “la educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales”. Esta declaración (que, por cierto, antecede inmediatamente al reconocimiento del derecho de los padres “para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”) no parece concebir la tarea de la escuela en términos estrictamente académicos (enseñanza de matemáticas, Historia, etc.), sino como formación global de la persona.

Ahora bien, ¿a qué documento en concreto acudir en busca de una nómina de valores o estándares éticos que resulte adecuado inculcar a todos los educandos? La propia Constitución señala algunos: libertad, igualdad, justicia, pluralismo. La Declaración Universal de Derechos Humanos o la Convención Europea son otros posibles marcos de referencia. Sin embargo, se trata en todos los casos de textos poco precisos, sujetos a múltiples interpretaciones, como se ha comprobado durante la discusión y tramitación de las diferentes leyes educativas.

Los valores constitucionales

Como recordaba María Lacalle Noriega (profesora de Filosofía del Derecho en la Universidad Francisco de Vitoria) en una entrevista a Aceprensa en 2020, cuando se pidió un dictamen al Consejo de Estado acerca de los Reales Decretos que regulaban la famosa Educación para la Ciudadanía, este afirmó que no era lícita “la difusión de valores que no estén consagrados en la propia Constitución o sean presupuesto o corolario indispensable del orden constitucional”.

Este enfoque limitaría el alcance de la educación en valores impartida por las administraciones públicas. No parece, por ejemplo, que de los principios constitucionales de libertad o justicia pudiera derivarse, como presupuesto o corolario indispensable, la legitimidad de una ley del aborto en concreto, o la idoneidad del pacifismo como política exterior, o la condición heteropatriarcal de una determinada cultura.

Para salvar la excesiva subordinación a un código escrito, como la Constitución o la Declaración de Derechos Universales, algunas sentencias sobre los límites de la educación cívica en la escuela han preferido basar su razonamiento en el concepto de “consenso social”.

Por ejemplo, el Tribunal Supremo señaló en una sentencia del 23 de septiembre de 2011 que la escuela no está autorizada “a imponer o inculcar ni siquiera de manera indirecta puntos de vista determinados sobre cuestiones morales que en la sociedad española son controvertidas”. No obstante, este criterio –que podríamos llamar sociológico– acarrea sus propios problemas: ¿Debería entonces un profesor orientar la enseñanza de valores según la doctrina de una confesión religiosa si esta fuera mayoritaria en el país? ¿Qué nivel de disenso es suficiente para considerar una cuestión como “controvertida”?

Énfasis en el cómo

Varias sentencias del Tribunal Europeo de Derechos Humanos coinciden en señalar el amplio margen de cada Estado para diseñar el currículum de asignaturas que tengan relación con formación en valores. Por ejemplo, en Kjeldsen et al. Vs Dinamarca (1976), Jiménez Alonso et Jiménez Merino vs España (2000) o Konrad et al. Vs Alemania (2006), los jueces denegaron a los padres demandantes la potestad para eximir a sus hijos de la asistencia a unas clases de educación sexual –en los dos primeros casos– o a la escuela presencial –en el tercero–, que estos reclamaban por considerar que podría lesionarse su derecho a educarlos según sus convicciones religiosas.

En los tres casos, el tribunal argumentó que el Estado podía hacer obligatorias esas clases siempre que la formación se impartiera de forma “objetiva, crítica y pluralista”. Otro término usado por la corte en sentencias similares es el de “neutralidad”, por ejemplo, al referirse a la instrucción religiosa o filosófica en los centros públicos. En el caso Folger ø et al. Vs Noruega (2007), en el que los padres demandantes reclamaban que se eximiera a su hijo de asistir a una asignatura llamada Cristianismo, religión y filosofía, los jueces les dieron la razón por considerar que la doctrina cristiana tenía una excesiva preeminencia tanto cualitativa como cuantitativa en el currículum.

En cualquier caso, estas y otras sentencias hacen más hincapié en el cómo impartir la educación en valores que en el qué enseñar.

No obstante, lo cierto es que tanto lo uno como lo otro –que el enfoque sea “objetivo, crítico y pluralista” y que el contenido no se salga del marco fijado– dependen en última instancia del docente. Ellos son los que deciden en cada clase cómo de respetuosos van a ser con los menores que tienen encomendados por sus familias.

Pueden aprovechar su posición de superioridad para adoctrinarlos, o pueden comportarse con prudencia, que es sabiduría, y aprovechar la educación en valores para inculcar en ellos aptitudes (actitudes + conocimientos + destrezas) como el razonamiento lógico, el gusto por el matiz –tan necesario en cuestiones éticas– o la capacidad para entender las posturas contrarias.

Si hacen esto último, estarán cumpliendo con su papel, y preparando a sus alumnos para “el pleno desarrollo de su personalidad”, un camino que es necesario andar por uno mismo, y sin atajos.

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