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Gregorio Luri: «Decir a un joven que no tiene responsabilidad en lo que ha hecho es tratarlo de zombi»

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  • El filósofo Gregorio Luri protagonizará un coloquio con los asistentes al 48º Congreso de CECE y con periodistas especializadas en educación el próximo sábado 23 en el Espacio de la Fundación Pablo VI de Madrid.
Cuenta Gregorio Luri que la vejez le «ha pillado por sorpresa», cuando aún tiene dentro el niño que fue y ese niño dice «pero ¿qué es esto?». Desde luego, hablando con él se aprecian los destellos del niño travieso que aún es. Y hay dos cosas más que han sorprendido al filósofo: «la alegría de los nietos», «ver a los hijos hacer de padres  dando el amor que han recibido». Con eso, se dice, «ya he cumplido».
Hablamos con Luri de qué aprendemos en la escuela, en la casa y en la sociedad. Porque la escuela y sus asignaturas no son las únicas responsables de nuestro pasado y nuestro futuro. Para entrar en materia, aprovechamos el hilo de su participación en un foro sobre educación cívica que organiza la Fundación Konrad Adenauer, y le preguntamos cuál es la tesis que él va defender.
Respuesta.– No nos podemos escandalizar por que la escuela adoctrine. Está para eso. El discurso de «no hay que adoctrinar» no tiene mucho recorrido. Lo que hay que ver es si aquello en lo que adoctrina tiene suficiente consenso en la población. Si estamos haciendo educación cívica estamos educando ciudadanos para vivir en la comunidad; no estamos educando a una parte de esos ciudadanos. El gran lema de la escuela republicana francesa es ‘cómo hacer del hijo un ciudadano’. La escuela contribuye de manera determinante a eso, pero necesitas tener unos consensos. Si no, corres el riesgo de que la escuela más ideologizada sea la pública.
P.– Y desde la escuela pública dirán que la escuela más ideologizada es la concertada religiosa.
R.–
No, porque la escuela concertada es extraordinariamente plural. La conozco mucho. Y además ahí tienes una ventaja y es que sabes en qué adoctrinan. Mientras que en la escuela pública –y lo digo con dolor– no tienes ni idea de qué se va a estar hablando en clase. Los contenidos, tal y como están planteados en el proyecto de decreto, son de una ambigüedad extraordinaria. El Gobierno no se atreve a concretar y crea marcos en los que se puede decir una cosa y su contraria. Eso deja una discrecionalidad enorme. En el resto de materias sabes qué contenidos se van a dar. Si la educación cívica es tan importante, hay que concretar un poco más. Se están dando ‘valores del ciudadano’ y son los valores de un humanismo abstracto. Por eso, por ejemplo, es más fácil condenar la monarquía que el terrorismo de ETA. Por otro lado, a mi modo de ver y por los pocos estudios que hay, las consecuencias de la educación cívica son la generación de una suspicacia hacia lo español en nombre de unos valores globales o comunes, que una formación cívica realmente consistente.
P.– Entonces, como no parece viable cerrar unos contenidos con los que todos nos sintamos representados, ¿tiramos la toalla?
R.– 
No. Si queremos construir de verdad una educación cívica, debemos construir una Historia de España, no como una historia de problemas, sino como una historia de esperanza. No podemos comprometernos a mejorar algo que no estimamos. La primera condición para mejorar un país es quererlo. Eso es de Rorty, un socialdemócrata.
P.– Es decir, cómo construir ciudadanía sin construir previamente un aprecio por el espacio y el tiempo en el que se ejerce esa ciudadanía.
R.– Efectivamente.
P.– Le oí decir una vez que deberíamos quitarle hierro al ‘me duele España’ y a la crisis del 98…
R.– Pues claro… Deberíamos fijarnos en la Historia de Francia. ¿Es que los problemas que han tenido otros han sido menos que los nuestros? ¿No han tenido sus guerras civiles?, ¿su terror?, ¿sus problemas de fronteras internas?… Aquí, cuando enseñamos la Restauración, enseguida señalamos el caciquismo como gran problema. Claro que lo era, pero era un intento de democracia aunque fuera imperfecta. De lo que se trata es de no buscar el regodeo en lo que va mal. España tiene problemas, pero la visión de España como problema no se sustenta.
P.– Pero el ‘España como problema’ lo llevamos muy dentro, forma parte del imaginario colectivo… ¿Qué hacemos?
R.– Pues empezar a hablar de España como esperanza. Yo seré un ingenuo, pero también veo jóvenes que necesitan creer en España como esperanza. Y otra cosa que es importante es ese uso que hacemos de la expresión «este país» para referirnos a España. Ya lo decía Larra: cuando hablamos de «este país» estamos comportándonos como si no fuéramos responsables de los problemas. Cuando dices «España», estás diciendo «soy corresponsable» de esto en mi pequeña parte. Y sentirte corresponsable de tu comunidad es un valor moral.
P.– ¿Por dónde cogemos el problema de los macrobotellones?
R.–  Yo he sido joven y he hecho mis tonterías, y sabía que ahí estaban los viejos –que habían sido jóvenes y que también habían hecho de las suyas– como figuras de autoridad que me decían «¿qué has hecho?». Ese «qué has hecho» es un «oye, eres responsable de lo que haces». Lo que me preocupa de los botellones es que haya tanta gente diciendo «pobres jóvenes». Si un joven de 16, 18 o 20 años coge una botella y la rompe, lo ha hecho porque ha querido. Decir a ese joven que no tiene ninguna responsabilidad en lo que ha hecho es tratarlo de zombi. Estás diciendo «tú tienes unas necesidades que te impulsan y no tienes ninguna capacidad para situarte críticamente ante ellas». Pero el respeto mayor que le puedes dar a una persona es considerarlo responsable. También me parecen muy preocupantes las imágenes de la policía retirándose, porque cuando la policía se retira, el margen de error se multiplica. No me preocupa tanto lo que hagan los jóvenes como la ausencia de adultos que digan «oye, no».
P.– A lo mejor no hay un ‘no’ de los adultos porque somos los responsables de su falta de límites.
R.– El problema de los límites es el problema esencial de nuestro tiempo. El límite no es caprichoso; está ahí por alguna razón. Son elementos conformantes de la convivencia. Educar sin límites pasa factura. Preguntémonos: ¿quién sale ganando si no ponemos límites? Nadie.
P.– Si tan mal estamos en valores cívicos que necesitamos una asignatura, ¿para cuándo una asignatura que se llama Atención y otra que se llame Reflexión?
R.– Le exigimos a la escuela que resuelva todos los problemas sociales y, por otro lado, hay una suspicacia permanente sobre ella. Además, con el supuesto de que cualquier problema se puede solucionar con educación. Pero la Naturaleza no obedece a las órdenes de ningún partido. Y menos cuando tenemos una sociedad que hace del deseo y la exhibición del deseo un entretenimiento. Ver la naturaleza humana es lo que más nos cuesta. Lo que voy a decir es más una hipótesis heurística que un dogma: creo que socialdemocracia se ha dado a sí misma como principal misión ocultar la Naturaleza y convertir todo en constructos socioculturales. La Naturaleza no la ves porque todo es un constructo social. Y si todo es un constructo social, todo lo puedes educar. Y si todo lo podemos educar, pongamos asignaturas que lo eduquen. Me parece de una ingenuidad enorme. La capacidad para ver la Naturaleza humana en su integridad se ha perdido.
P.– ¿Y qué hacemos con la atención?
R.– La atención es el problema. Ya he repetido muchas veces que la atención es el nuevo cociente intelectual. ¿Cómo educamos la atención? Lo primero que hay que hacer para educar en algo es conocerlo. La atención siempre es frágil, para niños y para adultos. La atención no es la capacidad de no distraerse, sino la capacidad de volver a lo que estabas haciendo cuando te has dado cuenta de que estabas distraído. Eso es lo que hay que educar. ¿Cómo desarrollamos esa habilidad? Con la lectura lenta, la música lenta, las buenas películas, la conversación larga; no con el pun, pun, pun… Desarrollando la capacidad de concentrarse, de pensar, antes de responder. El peor enemigo de la atención es lo que Hegel llamaba la impaciencia de la opinión, querer decir algo antes de pensarlo. Fíjate que estamos en una sociedad y en una escuela en la que se nos anima a cambiar el mundo y, sin embargo, les negamos las herramientas intelectuales que les permitiría conocerlo: porque, si no eres exigente con los conocimientos, estás enviando el mensaje de «tienes que cambiar algo que no conoces», y eso supone un riesgo enorme. ¿Por qué no nos planeamos que, como mínimo, tan importante como cambiar es conocer lo que estás cambiando? Esa impulsividad de la acción, de que hay que actuar, la praxis, las competencias… Te impide desarrollar lo que para mí es la esencia del humanismo y de la cultura: la capacidad para retener la acción unos segundos hasta que hayas reflexionado sobre sus posibles consecuencias. Pero, en fin… cada época tiene sus propios fallos; la nuestra no es la peor.
P.– ¿Nos estamos rindiendo al ‘para qué’ en educación?
R.– Es imposible. El acento está puesto en la utilidad, pero la naturaleza humana siempre acaba inmiscuyéndose en nuestros intentos de controlarla, siempre acaba buscando sus compensaciones.
P.– Entonces, si tenemos una educación basada en la utilidad, el efecto compensatorio puede ser la banalidad.
R.– Efectivamente. Si no educas el disfrute, si no educas vivencialmente y no transmites la belleza que puede haber en un soneto, en un cuarteto de cuerda, en el cuadro de Las Meninas, en un paisaje; si no enseñas a contemplar y a disfrutar de todo ello, como del silencio, la necesidad de lo inútil acaba encontrando una vía en lo trivial.
P.– ¿Qué efectos puede dejar en los niños esta pandemia? Me refiero a ese día con la mascarilla y dándose gel  en las manos, el miedo al contagio, el confinamiento de 2020, las relaciones por pantalla…
R.– Los niños son muchísimo más fuertes de lo que parece. Lees biografías de personas que vivieron su infancia en guerra y fueron felices. Lo peor que les puede pasar es vernos preocupados por algo que para ellos no es un problema. Hay que dejarlos crecer. Al fin y al cabo, todos estamos cojos de algo. Lo importante es saber llevarnos bien con nuestros males.
P.– No obstante, le preocupa que los niños jueguen cada vez menos a su libre albedrío, que su juego y su ocio cada vez esté más regulado.
R.– Eso sí. Que los niños tengan las rodillas impolutas es dramático. Los problemas realmente importantes siempre nos pasan desapercibidos. Los niños se han quedado sin ámbitos en los que vivir sus aventuras sin la directa supervisión de un adulto. Nuestros niños están creciendo con la mirada del adulto siempre presente. Decimos los niños están sobreprotegidos,  los niños no tienen autonomía, los niños no son responsables… Pero para que lo consigan tenemos que retirar la mirada del adulto y aceptar que se equivoquen y que de vez en cuando tendremos que nos cabrearnos.
P.– ¿Y lo expuestos que están los niños y los adolescentes a la mirada ajena permanente en las redes sociales? ¿Eso le preocupa?
R.– Ahí no soy demasiado dramático. Nos tenemos que repetir muchas veces eso de «no tengáis miedo». Cada generación tiene su propio riesgo. Lo que es absurdo es educarlos como si internet no existiera. ¿Es problemático aprender a utilizarlo? Sí. Como todo en la vida. ¿Acaso aprender a utilizar un cuchillo no es problemático, y lo puedes usar para bien y para mal? Ahora bien, las nuevas tecnologías no son más que prótesis antropológicas que amplifican lo que ya eres. Si te interesa la poesía romántica alemana del siglo XIX, tienes más posibilidades que nunca de acceder a eso; si te interesa la pornografía, también vas a tener más que nunca. Pero no nos escandalicemos porque los niños sean curiosos y busquen determinadas cosas. Los niños son más fuertes de lo que creemos. Y los padres, desde luego, estamos para dar la tabarra. Educar es problemático, pero también satisfactorio.
P.– Una vez me dijo que los gobernantes sobreestiman su capacidad para entrar en las aulas. ¿Y los padres no sobreestimamos nuestra influencia sobre los hijos?
R.– Pasa una cosa y es que los padres educamos cuando no somos conscientes de que estamos educando. Educamos por impregnación. Tenemos el modo oficial de padre, que es cuando te pones a decirle a tu hijo esto y lo otro. Y después tenemos el modo en el que crees que no estás educando y te sale lo que eres, por ejemplo, cuando estamos conduciendo; y eso sí que impregna. Así que más que leer libros sobre cómo educar, pidamos a quien tengamos al lado «ayúdame a verme».
P.– En ‘Elogio de las familias sensatamente imperfectas’ nos ayuda a los padres a quitarnos la ansiedad de poder estar haciéndolo mal.
R.–
Siempre digo que tener una familia normalita es un chollo. Una familia con sus neurosis, sus problemas, sus gritos de vez en cuando, pero que está ahí… eso es un chollo. Cada vez estoy más convencido.

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